Entre los antiguos judíos, el jubileo (llamado año del yōbēl, “de la cabra” porque la fiesta se anunciaba con el sonido de un cuerno de cabra) era un año declarado santo. Durante este período, la ley mosaica prescribía que la tierra, de la que Dios era el único propietario, debía volver a su antiguo dueño y los esclavos debían recuperar su libertad. Solía suceder cada 50 años.
En la era cristiana, tras el primer Jubileo en 1300, los plazos para la celebración del Jubileo fueron fijados por Bonifacio VIII cada 100 años. A raíz de una petición de fieles romanos hecha al Papa Clemente VI (1342), el periodo se redujo a 50 años.
En 1389, en recuerdo del número de años de la vida de Cristo, fue Urbano VI quien quiso fijar el ciclo jubilar cada 33 años, y convocó un Jubileo en 1390, que, sin embargo, fue celebrado por Bonifacio IX tras su muerte.
No obstante, en 1400, al final del período de cincuenta años previamente fijado, Bonifacio IX confirió el perdón a los peregrinos que habían acudido a Roma.
Martín V, celebró un nuevo Jubileo en 1425, haciendo que se abriera por primera vez la puerta santa en San Juan de Letrán.
El último en celebrar un Jubileo de 50 años fue el Papa Nicolás V en 1450, ya que Pablo II redu el periodo interjubilar a 25 años, y en 1475 se celebró un nuevo Año Santo por Sixto IV. A partir de entonces, los jubileos ordinarios se celebraron a intervalos regulares. Por desgracia, las guerras napoleónicas impidieron la celebración de los jubileos de 1800 y 1850. Se reanudaron en 1875, tras la anexión de Roma al Reino de Italia, que se celebró sin la solemnidad tradicional.